Escuché en mi ventana un canto que parecía susurro o un susurro que parecía canto. Un gorjeo bisilábico, familiar, especial… Me asomé a la ventana y era la música del placer de un tortolito y una tórtola que en la barandilla del corredor, expresaban plácidamente su amor. Frente a la casa, tengo algunas acacias donde anidan varias parejas de tórtolas que observo día a día en su devenir de vuelos y arrullos. Me conmovieron sus gestos de recreo, de placer, de armonía y de unión. Su forma de seducir, su ternura… ¿Sabían que les estaba haciendo fotos? Lo cierto es que no se espantaron al verme. Me sentí intrusa en un momento tan mágico. Pero no les afectó mi sorpresa. Se impregnaron más y más en su propia dulzura y debilidad. Dejé de creer en su timidez, admiré los gestos, las formas, pude ver la sumisión de ella, la decisión de él, los espavientos de las alas, los ademanes del placer, el deleite de los apegos… ¡Tanto y tan dulce y especial que nos conecta con los humanos!
Tal vez es la tórtola, una de mis aves favoritas, porque somos vecinas, porque nos llevamos bien, porque observamos el momento… Viéndolas, recordé a Abraham y su pacto con Jehová. Aquellas de Palestina cuando visité el Mar Muerto. O las que ofreció María en el templo… El galanteo llegó al máximo embeleso y ya no dudo que también la tórtola, en su máxima grandeza, puede llegar al éxtasis.
©Julie Sopetrán