Hoy pasó por mi puerta con su rebaño, con su zurrón, su vara o cayado, sus dos perros y casi dos centenas de ovejas todavía sin esquilar y otras tantas cabras. Ahora el cerro y el prado están verdes, hay hierba y pasto suficiente para el ganado. Jesús, el pastor de mi pueblo, es un hombre joven, amable, sonriente, sabio. Me habla de los corderos, de los precios de la carne, de la leche, de lo difícil que es sobrevivir en estos tiempos donde los impuestos y los gastos no armonizan con sus esfuerzos. La burocracia establecida es demasiado exigente y apenas tiene ganancias para sobrevivir. El pastor es la persona que más sabe del tiempo, de sus ovejas y de la naturaleza. Desde niño aprendió a salir al campo, aprendió esas tareas duras de dirigir al rebaño por las cañadas y respetar las normas agrícolas. Las nuevas tecnologías lo ahogan y va subsistiendo adaptándose a los términos municipales por los que pastorea. Lamentablemente es un oficio en extinción. Su trabajo no es apreciado ni pagado como debiera. Pero yo no puedo pensar, sentir este paisaje, sin el rebaño de Jesús, sin la presencia de las ovejas y las cabras rumiando la hierba de la primavera y, los perros amaestrados, dirigiendo el camino que han de seguir las ovejas a la orden de su pastor, ellos son los guardianes del redil. Las ovejas son muy sensibles porque no ven de lejos, lo ven todo de cerca, conocen la voz de su pastor que siempre va delante de ellas para protegerlas y obedecen y siguen su mandato dócilmente. Me recuerdan la infancia el ruido de cencerros al unísono, cuando las oía pasar yo pensaba que su sonido sería parecido al que hacen los ángeles cuando cruzan invisibles por nuestro lado…
©Julie Sopetrán
Jesús el Pastor