Estos días la luna ha sido la protagonista de mis noches, tan brillante, tan intensa, tan luminosa… que me hacía olvidar las tinieblas. De repente las sombras se disipaban y el sueño daba paso a la contemplación de esa belleza estelar de la media luz cargada de esas suavidades que estimulan la imaginación desde cualquier ángulo de la puerta o de la ventana. La caricia de una luz suave y delicada le daba otro perfil a las cosas, los árboles, las flores, las lomas, el mar, la pequeña orografía que abarcaban mis ojos, me ofrecían las imágenes desde otra dimensión, que en otros momentos, me hubieran pasado desapercibidos. Disfruté los realces, los montículos, las geometrías del cerro que rodea mi casa y hasta divisé las pequeñas almendras ya casi maduras en octubre. Es bueno detenerse en los detalles del misterio. Le sonreí a la noche, supe que la luna me sonreía por encima de todo, incluso por debajo del agua del estanque. Supe también, que con ella, nada es exacto, su redondez dura el instante y aquel era un momento para la observación de su belleza conectada a mi interior por un hilo de luz. Sus fases son las mías, se vuelve oscura y clara cuando quiere, enciende su linterna y la apaga para estar y no estar en los procesos de su caminar. Se esconde, reaparece, viaja, se pierde, llora, sonríe, es divina y humana, trágica y romántica… Nos parecemos tanto que hasta pude entender las secuencias de su fantasía guiadas por la intuición de un mismo instante…
©Julie Sopetrán