EL MOLINO (II)

Les prometí seguir hablando del molino. El lugar donde yo empecé a escribir mis primeros versos. Su vocabulario se ha perdido, también las cesiones del agua, el caz ahora está vacío. Queda su esqueleto, alguna soga colgada, las piedras en silencio y todavía algún resquicio de harina escondido entre las viejas grietas de la madera. Los cárcavos o huecos  donde juega el rodezno del molino, ya están sucios y en la estancia se respira el recuerdo de la maquila o moltura bien cobrada. La maquila era esa porción de grano o harina que le correspondía al molinero por haber molido el costal de cebada. O sea el precio de la molienda en grano o harina.  La filosofía del molino se quedó conmigo y allí aprendí a moler, a remoler, a triturar, a parar el molino cuando reboñaba la rueda, o sea cuando había una rebalsa de agua en el cauce de salida. Era muy importante observar los niveles del agua y si te descuidabas, podría subir hasta el tragante desde donde se veía todo el cauce y la belleza de la zaya o caz del molino. Me gustaba contemplar el remolino que se perdía por el saetin que es el canal angosto por donde se conduce el agua hasta la rueda hidrahúlica que parecía atragantarse en las estrechas cañariegas. Otras veces, me distraían las ratas de agua escarbando en los huecos de los medievales lucernarios, parecía que buscaban su lámpara maravillosa.

Sobre la plataforma de madera me sentaba con papel y lápiz, tratando de escribir el poema que jugaba al escondite con la música de la molienda. A veces la harina llegaba hasta mis cejas y era así como me sentía, blanca entre las cosas que me rodeaban. Recuerdo que me quedaba horas observando la pelea de las cucarachas o esa ingenuidad de las crías de los ratones que iban y venían entre los llenos y apretados costales de cebada. Mi padre se alegraba cuando me veía trabajar fuerte para la casa. Su gran frustración es que yo había nacido mujer y él necesitaba hombres para trabajar el campo. Las mujeres habíamos nacido para estar en la cocina.  Pero a través de los años, descubrí que el molino, había sido para mi un lugar místico. Un lugar de monólogos íntimos. Un refugio activo de trabajo y oración, porque a mi manera, yo rezaba con la naturaleza. Allí descubrí el mundo de los sueños en mi adolescencia y aprendí a enfrentarme con la soledad, escuchando la canción del agua y de las piedras.

Julie Sopetrán

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EL PASTOR









Hoy pasó por mi puerta con su rebaño, con su zurrón, su vara o cayado, sus dos perros y casi dos centenas de ovejas todavía sin esquilar y otras tantas cabras. Ahora el cerro y el prado están verdes, hay hierba y pasto suficiente para el ganado. Jesús, el pastor de mi pueblo,  es un hombre joven,  amable, sonriente, sabio.  Me habla de los corderos, de los precios de la carne, de la leche, de lo difícil que es sobrevivir en estos tiempos donde los impuestos y los gastos no armonizan con sus esfuerzos. La burocracia establecida es demasiado exigente y apenas tiene ganancias para sobrevivir. El pastor es la persona que más sabe del tiempo, de sus ovejas y de la naturaleza. Desde niño aprendió a salir al campo, aprendió esas tareas duras de dirigir al rebaño por las cañadas y respetar las normas agrícolas. Las nuevas tecnologías lo ahogan y va subsistiendo adaptándose a los términos municipales por los que pastorea.  Lamentablemente es un oficio en extinción. Su trabajo no es apreciado ni pagado como debiera. Pero yo no puedo pensar, sentir este paisaje, sin el rebaño de Jesús, sin la presencia de las ovejas y las cabras rumiando la hierba de la primavera y, los perros amaestrados, dirigiendo el camino que han de seguir las ovejas a la orden de su pastor, ellos son los guardianes del redil. Las ovejas son muy sensibles porque no ven de lejos, lo ven todo de cerca, conocen la voz de su pastor que siempre va delante de ellas para protegerlas y obedecen y siguen su mandato dócilmente. Me recuerdan la infancia el ruido de cencerros al unísono, cuando las oía pasar yo pensaba que su sonido sería parecido al que hacen los ángeles cuando cruzan invisibles por nuestro lado…

©Julie Sopetrán

FALSA ARMONÍA

Y los caminos se borran…

Está todo el día nevando. Nada se mueve. Los pájaros se han refugiado en su nido. Al rato, se siente el hielo. Todo está congelado. Entre las piedras, el cauce del arroyo apenas canta, su corriente se detiene en los bordes, allí la nieve, despereza en su argayo y el agua, va dejando sus agitadas transparencias. La belleza, se apodera del fango, lo reviste cual si fuera un dios griego. Todo firma su pacto con el hielo, mientras tanto el sol, suspira entre los juncos. El paisaje se ha vestido de novia. Las ramas del olivo han caído a la tierra, rendidas por un peso extraño. Los caminos se borran. Todo lo que se mueve se paraliza, hasta las alas de los pájaros sienten frío. La vida se estremece en el campo y nuestros pies se paralizan buscando el calor de la lumbre. Los caminos se borran y los árboles reclinan sus brazos hacia el suelo. La nieve sonríe triunfadora. Nos confina en casa, la contemplamos desde nuestra ventana y la fotografiamos como si ella fuera la diva del paisaje. Sabemos que nos engaña y que su risa blanca es peligrosa. Se ha desposado con el hielo y su amante es el frío. Los carámbanos crecen, ya no puedo salir de casa. Las tórtolas, los gorriones, me suplican comida en la puerta y hasta los gatos maúllan. Al caer, esta nieve parecía tan suave, tan dulce, tan jovial… pero en realidad es agua helada revestida de blanco. Juega conmigo, me engaña, me encarcela y me deslumbra con su falsa armonía…

©Julie Sopetrán

ATRAPADA

Nunca sabemos lo que existe a nuestras espaldas. Parece que avanzamos pero retrocedemos. Un hilo nos maneja. Huimos, nos balanceamos, intuimos que, algo, alguien, nos apresa. Hoy estaba regando los geranios en mi ventana, había algunas hojas secas entre las verdes, las arranqué y las tiré por uno de los huecos al huerto. Cual no sería mi sorpresa al ver que una de ellas, se quedó en el aire, atrapada en el vacío. Me pareció sorprendente su aislamiento dejándose flotar en el espacio sin ninguna sujeción. Me fui corriendo a por la cámara fotográfica y le hice varias fotos. Después, me di cuenta que una finísima tela de araña, la había apresado muy sutilmente. Invisible captura o secuestro que me sirvió de reflexión todo el día. Su prisión me dejó perpleja. Me detuve y vi en mi propio arresto, una gran semejanza. Su fragilidad, como la mía, tiende de un hilo… Sin duda, en un instante, pasan cosas nefastas, maravillosas y de repente es el tiempo quien las detiene para poder digerir los misterios. Nada y todo es transitorio en nuestra soledad. Y no, no es fácil capturar el instante, hacerlo nuestro, conocer el significado de lo que nos rodea. ¿Qué araña oculta y caprichosa maneja los hilos que, tan sutilmente, puede atraparnos y mantenernos en el aire a su antojo y con qué fin? Durante toda la mañana, la hoja seca, quedó suspendida de varios hilos que aunque lo parecían… no eran transparentes.

Julie Sopetrán

LA CASA DE LOS CAMINEROS

Todo está en el camino…

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En uno de los cruces de caminos muy cercano a donde yo vivo actualmente, hay una casa abandonada, es una reliquia del pasado. Era una casa grande, en realidad estaba dividida en dos casas en un mismo edificio, en ellas  vivían con sus familias, el capataz y el caminero de Obras Públicas. Su oficio consistía en limpiar las cunetas de las carreteras por las que íbamos y veníamos a la ciudad y a los diferentes pueblos vecinos. Las cunetas parecían pequeños jardines por donde pasaba el agua cuando llovía, era un deleite verlas tan limpias, tan cuidadas. Recuerdo ver al caminero, Juan, trabajar con su azada y su pala, paciente y  entregado a su oficio. Sus hijos iban conmigo a la escuela. Casimiro, el capataz, vigilaba el trabajo de Juan y a veces le ayudaba para que todo estuviera en orden y sin hierbas salvajes. El tiempo pasó, las normas públicas cambiaron, las dos familias se fueron a otros lugares, la casa quedó abandonada y con ella, también las cunetas de nuestras carreteras. Yo diría que nunca, nadie más, las ha vuelto a limpiar como lo hacían Juan y Casimiro. De vez en cuando veo una máquina con seis, siete hombres a su alrededor, todos de pie, pendientes de la máquina que, sólo consigue segar superficialmente la maleza pero nada que ver con el trabajo de los dos camineros. Y ahora ya no veo  ni las máquinas.  La hierba no sólo se apodera de las cunetas, están llegando a los mismísimos caminos de asfalto.  Y a esto, amigos, hoy, lo llamamos evolución y progreso.

©Julie Sopetrán

Cuneta Primavera 2020                                    Cuneta verano 2020

LOS CARDOS BORRIQUEROS

… las espinas de lo desconocido…

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LOS CARDOS BORRIQUEROS

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Cuando era niña, recuerdo ir a escardar los campos sembrados de trigo y cebada, iba con mis tías que con mucha habilidad los arrancaban o cortaban con la escardilla. Mis tías pasaban muchas horas escardando y yo por las tardes, les llevaba la merienda en un talego. Recuerdo aquellos cardos, altos, fuertes y llenos de espinas. Me acercaba a ellos casi con miedo, pero quería admirar sus flores moradas que con el calor, pronto se volvían blancas. Rara era la vez que no me pinchara con sus hojas muy espinosas. Mi padre me decía que eran cardos borriqueros. Y los llamaban así, porque cuando todavía la planta estaba tierna y no tenía espinas, a los burros les gustaba comerla. Muchos, los que no se habían escardado, crecían, duraban todo el verano muy altivos en los bordes de los caminos o en las tierras baldías. Hoy en los campos que habito, abundan, algunos superan el metro de altura y son tan fuertes que es difícil cortarlos sin pincharte. Mi abuela, cuando las pencas del cardo ya estaban secas, las cortaba, quedaban como varas, las limpiaba con guantes y en la época de la vendimia, en esas pencas limpias, dejaba un ganchito en lo que era el principio del grueso de la hoja y allí colgaba los racimos de uvas para que se orearan… Recuerdo que la vara del cardo se convertía en toda una obra de arte dentro de la casa, obra que servía para exhibir el fruto de la vid. Y sí, he de decir que admiro la belleza del cardo borriquero, sus flores, sus transformaciones, incluso su austeridad, me cautivan.  Sabemos que, metafóricamente, si alguien te dice que eres un cardo, recurres a la aspereza de la personalidad, y entiendes que eres una persona desabrida, pero si además le añades borriquero, te está diciendo que eres un verdadero necio o una persona muy torpe, capaz de exhibir cualquier arrogancia nada grata para los demás… Desafortunadamente este tipo de personas, abundan en nuestros días y son peores que los cardos, nos dirigen, nos manipulan, nos maltratan… El mundo está sembrado de cardos borriqueros. Yo me quedo con la belleza que esta planta aporta al espíritu.

 

©Julie Sopetrán

TOMANDO EL SOL

Desde sus propias noticias y en olvido…

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Hace unos días, visité uno de los pueblos, casi ya deshabitados de la tierra. En la solana de una de las casas, dos hombres sentados en un banco, tomaban el sol. Sentí la espontaneidad de su sonrisa y comencé a hablar con ellos. Les pedí permiso para hacerles esta foto y fue entonces que a la sonrisa de uno de ellos, le creció un gesto de ironía… Sin prisa, conversaron conmigo. Hablamos de las labores de la tierra; de su jubilación: de cómo regaban sus huertos; de la procedencia de sus perros; de la soledad; de lo que hacían sus hijos en la ciudad; de los siete vecinos que quedaban en el pueblo; de la tristeza de las casas cerradas; de la Iglesia vacía, Don Sebastián, el sacerdote, decía Misa una vez al mes; hablamos de las escuelas sin niños; de los lugares olvidados; de las fuentes; de las cañadas; del último mayo, (un chopo), que pusieron los mozos en la plaza del pueblo, cuando había jóvenes. También me hablaron de los pastores, sólo quedaba uno. Con sus manos abiertas, reposadas una sobre la otra, expresaban el momento al que habíamos llegado…  Ese momento de dejarse envolver por el dios sol. El descanso les embriagaba, la llegada de alguna intrusa, como yo, les divertía… Y así contemplaban el mundo desde sus propias noticias sin difusión y en olvido; sentí que el sol les quemaba, pero a la vez, les protegía con su manta de siglos. 

©Julie Sopetrán

EL CARRO

Un emblema del trabajo agrícola…

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El carro me recuerda a mi padre. Me contaba, que su segundo trabajo era el de transportar mercancía a Madrid, y lo hacía con su carro tirado por mulas. El carro es un emblema de lo que ha sido el trabajo agrícola durante años, en las familias del campo. Todo se hacía con esfuerzo, a pie, con la fuerza de los animales. El carro es un ídolo, un dios, en ese  altar de los recuerdos del pueblo. Los perros, las mulas, los bueyes, tantos animales, que hoy ya no tienen la importancia que tenían en mi infancia… Quiero hacer honor también a la rueda prehistórica, el invento matriz de nuestra historia. Sin ella nada de lo que vivimos hoy hubiera sido posible. Gracias a ese impulso de la rueda y el carro y las mulas y los caballos y los bueyes… Así nacieron las rutas, los caminos reales, la caminería, la importancia de las vías pecuarias, las cañadas,  las carreteras y el tráfico de este mundo moderno. Es al carro, a la rueda, a la que hoy hago honor en mi pequeña reflexión del instante, tan veloz, tan fugaz, tan del olvido como la misma vida.  Podría enumerar mis subidas y bajadas al carro cuando era niña, el recuerdo de los paquetes de paja cargados en la caja de madera formando una torre… En las fiestas, con los carros se formaba una plaza de toros cargada de gente del pueblo… El carruaje de mis tíos, tirado por caballos, paseando el monte. El carro en la vendimia; en la siembra; en lo esencial de aquella economía… Mi homenaje al carro, a sus ruedas, sus varas para enganchar el tiro, sus traveseras, sus estribos, sus barales, su cabezales, sus tablas para sostener la carga, sus cadenas, sus ganchos, sus arneses, sus yugos, collarines y toda  su estructura arquitectónica de gran utilidad para el duro trabajo campesino. Y también sus leyendas que se quedaron en nuestros pequeños y grandes recuerdos de por vida. 

©Julie Sopetrán

UNA SILLA EN EL CAMPO

Una reliquia surgida en el barbecho…

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         Una reliquia surgida en el barbecho…

 

Caminando por el campo que labró mi padre. Encontré al aire libre, una silla vieja, maltratada por la lluvia y el viento. La reconocí. Esa silla fue elaborada por las manos de mi padre, la hizo para sentarse y ver cómo llegaba el agua a los chopos que había plantado. Mientras se regaba su chopera, él sentado en esa silla, meditaba, rezaba, observaba la naturaleza, descansaba de su duro trabajo campesino… Me emocioné al verla. ¿Cómo estaba allí? Han pasado veinte años que murió. La recogí y la llevé hasta el viejo palomar, donde él guardaba algunas herramientas; la coloqué junto a la pared y me quedé contemplando el recuerdo de aquellos días de labranza, ya tan lejanos de la realidad.  Mi padre, -como aquel egipcio, creador de la primera silla- la elaboró con un trozo de madera, le dio forma y la recompuso con los hierros de una cama vieja, como hizo  Darwin. Finalizó las cuatro patas metálicas, uniendo todo ello a un respaldo.  Hoy después de veinte años… La silla es la reliquia surgida en el barbecho, como si fuera un árbol que todavía quiere dar fruto. Al encontrarme con la silla, veo a mi padre sentado en ella y contemplo el paisaje con los chopos ya secos.

©Julie Sopetrán

LA CIGÜEÑA

Desde aquella lejana infancia…¡FELIZ NAVIDAD!

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LA CIGÜEÑA                        

Ayer por la tarde contemplé un sorprendente espectáculo. Más de quinientas cigüeñas llegaron a la chopera frente a casa armando un gran revuelo en el entorno. Algunas se instalaron en los viejos almendros, otras, se posaron en los palomares… Fue todo un jolgorio entre los árboles. Sin duda prefieren las alturas. Pensé que no es la época, su paso o su presencia por estas tierras, suelen hacerlo en Febrero. Por algo los campesinos repiten el refrán: «Por San Blas, la cigüeña verás». Es una preciosa ave de paso, alta, elegante, su cuello estilizado, su cuerpo blanco y sus alas negras como el día y la noche. Desde niña la vi hacer su nido en la torre de la Iglesia de mi pueblo, me parecía una diosa. Cuando nacía algún niño fuera varón o hembra, mi abuela, me decía que lo había traído la cigüeña y desde mi creencia la admiraba pensando en su hermoso oficio de traer seres a este mundo. No sé si han escuchado su crotorar o su castañetear, ese ruido de tambor que hacen con su pico alargado… Ahora recuerdo que con aquellas enseñanzas de la abuela, yo asociaba el nacimiento del Niño Dios con la cigüeña, y pensaba que había sido ella, quien había llevado  al Niño Jesús al Portal de Belén… Hoy, al verlas en Navidad, me gustó recordar aquellos pensamientos de la infancia, tan lejos y tan cerca del misterio.  Y recordando aquella inocencia de mi lejana infancia, deseo a mis lectores y amigos una FELIZ NAVIDAD.  

 ©Julie Sopetrán 

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