EL NIDO

La arquitectura que no vemos

 

 

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En la acacia que tengo frente a casa, ocurren muchas cosas. Podría comparar, según las horas y las estaciones otoñales, momentos que se parecen mucho a cualquier plaza de ciudad o de pueblo. A lo largo del año, he ido observando, desde su primer material, la construcción de un nido.  Trabajo ejemplar que las aves dejan ante mis ojos. Desde niña, me fascinan los nidos, a veces caen al suelo, los recojo, los guardo como verdaderas obras de arte. Pero este que ven, lleva más de dos años resistiendo la lluvia, los vientos, las inclemencias del tiempo, que son muchas… Admiro cómo conserva el equilibrio, lo bien construido que está, me fascinan sus materiales, su engranaje, su fortaleza… ¿Se puede en una rama mantener tanto esplendor?. Son gorriones los que viven normalmente en la acacia, también tórtolas y algún que otro mirlo. El macho, un poco más grande que la hembra, vigila para que al nido no lo invadan otras aves.  Con su pico grueso y cónico que va cambiando de color según la estación, él sabe defender muy bien su posesión. Admiro su plumaje gris, su mancha más oscura en el pecho, su antifaz, sus patitas rosadas… Del gorrión podría estar hablando todo el día, vive conmigo. Y os aseguro que es mucho más inteligente y curioso que yo. Como a mi, le gustan los jardines, las choperas, los caminos llenos de árboles, las huertas, las calles, las plazas, los lugares concurridos pero también los solitarios. Son confiados, les gusta la gente, habitan donde habitamos por eso es tan cercano, tan amable, tan nuestro. Me encanta la rapidez de sus andares. Su vida social al atardecer, sus concurridas charlas en la acacia, es un verdadero deleite, escuchar sus gorjeos.  Construyen los nidos con hojas secas, plumas, papel, pero engranan de tal manera la construcción, que perdura varias crías sin caerse y tanto el macho como la hembra, se turnan para incubar los huevos.  Es un ave que existe en todo el mundo y lamentablemente está en extinción, como el propio ser humano, gracias a herbicidas, plaguicidas y demás medios agrícolas de nuestros días. Su nido es testigo del arte natural, de la gran belleza que un ser tan diminuto nos ofrece cual si fuera un poema arquitectónico, épico,  que nos habla de la imaginación y el entusiasmo, del día a día de un trino repetitivo que siendo viejo es nuevo y que siendo sencillo, es sublime.  

©Julie Sopetrán

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LA URRACA

«para aprender, escuchar,»

la urraca

«Quien escuche a la urraca será un necio», eso decía el gran filósofo Félix María Samaniego, en su maravilloso poema: El Pastor y el Filósofo. Sin embargo a mi, la urraca, me cautiva más por sus pequeños saltos, que por su graznar. Sabe pavonearse, llamar la atención, hacer ruido, ser diferente. Siempre está inquieta. ¿Busca o teme a las cosas que brillan? Guarda secretamente los diminutos tesoros que roba en lugares que nadie conoce, piedrecillas, lazos de colores, baratijas… Se rodea de cosas inservibles, busca en las basuras, se recrea entre desechos como el propio Diógenes. Me gustaba observarla cuando era niña, cuando iba por el camino de la fuente, por el monte, cuando me la encontraba en las calles, en los jardines picoteando la hierba… Pensé que ya habían desaparecido, porque no las veía, pero me alegra descubrir que todavía existe alguna familia en mi pequeño pueblo.  Las recuerdo con su pico y sus ojos oscuros, su plumaje bicolor,  y esas partes de su cuerpo que parecen negras, pero no lo son, sus plumas poseen tonos verdes, azules, púrpuras, son plumas irisadas que reflejan la luz en destellos coloreados, por ello, pienso que es un ave fosforescente, iluminada y muy perseguida por los cazadores, ya que devoran los huevos de otras aves de caza. Además, según estudios realizados, entre sus muchas habilidades, posee el don de reconocerse frente a un espejo y, como decía anteriormente, me gustan sus graciosos andares, su inquietud, sus travesuras, su continuo interés por lo que la rodea o su miedo ante las cosas que quiere poseer y guardar haciendo honor a su esquizofrenia y dando nombre en psiquiatría al «urraquismo».  Siendo carroñera, le gustan los insectos, y sus contradicciones le dan ese tono personal que mis ojos,  la distinguen entre las muchas aves.

Termino con un poema que a mi me gusta mucho, es del poeta Rafael Pombo, Bogotá (Colombia) 1834-1912.

EL PINZÓN Y LA URRACA

—Enséñame una canción
—dijo la urraca habladora
al gayo y diestro pinzón
que saludaba a la aurora.
—-¿ A ti ? —repuso éste—. ¡ Vaya!
No te burlarás de mí;
a pájaros de tu laya
¿quién pudo enseñarles, di?
—¿Y por qué? —Porque es preciso
para aprender, escuchar,
y un charlatán nunca quiso
dejar hablar, sino hablar.

EL BALCÓN

En un pueblo abandonado…

 

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Me gustan los balcones, esas plataformas que emergen de las fachadas como si tuvieran una identidad propia y le dieran personalidad al edificio donde se encuentran. Una casa sin balcón, es como si estuviera ciega, muda, ausente, como si no supiera mirar a ningún sitio.  Siempre me fijo en las balaustradas, me encantan las que son de metal, de hierro viejo, las que dejan correr el aire.  Me gustan los balcones llenos de flores, donde los geranios o los claveles, exhiben vivos colores y alegran esas calles estrechas o amplias por donde pasan todas las estaciones del año haciendo honor a sus temperaturas atmosféricas… Así recuerdo los balcones cerrados de invierno, los abiertos de par en par de verano, los entornados de otoño y primavera… El balcón es la boca de una casa, su respiración, una boca que besa y ríe, que gime y canta nuestros hábitos. En los balcones podemos exhibir lo que somos, lo que sentimos, lo que hacemos cada día, hacia dónde miramos… Desde el balcón, podemos ver la luz, la luna, las estrellas y podemos cantar y soñar y ver siempre lo que queremos, el aspecto, la apariencia del pueblo al amanecer, ojear lo que hace el vecino en su puerta, hacia donde va fulanito tan temprano, descubrir el primero o el último rayo del sol que nos alumbra.    Hace unos días visité un pueblo abandonado y no pude por menos que llorar frente a uno de sus viejos balcones. Os lo dejo, amigos, para que vosotros sigáis encontrando recuerdos en sus rejas.

©Julie Sopetrán

UN DIBUJO EN LA ARENA

El Arte siempre está vivo en el camino.

A veces me gusta caminar por lugares extraños. Me atraen las ruinas, tal vez porque he crecido entre ellas. Pero no son lo mismo las ruinas de un monasterio que las de una mina de plata. Ambas representan la vida muerta. Es una sensación desoladora. Es la conmoción que te hace pensar en lo que ha sido y ya no es. Incluso sientes, lazos que no has vivido,  pero te inquietan, porque quedan desprovistos de amparo o comodidad funcional. En esta mina de plata, abandonada, me adentré en lo que, en su momento, fue un lavadero del preciado metal, ya no tenía agua, sólo un inmenso campo de arena, donde había dunas desquebrajadas, árboles secos… Observé, en esa materialidad destruida, huellas multiformes, apariencias extrañas, aspectos geométricos, dibujos abstractos que tal vez se han configurado de forma espontánea a través del viento y la lluvia. Algunas piedras dispersas, rastros de lavado que daban un brillo especial al lugar a través de los rayos del sol, reposando huellas de aquel preciado metal blanco, brillante, dúctil y maleable de la plata. Hice algunas fotos pero entre ellas presté especial atención a la que muestro hoy. Es un dibujo raro, casual, sugerente, hecho por la naturaleza del abandono en la arena desoladora de esta mina abandonada en plena sierra. La realidad nunca se destruye del todo. Y el arte, si observamos, siempre está vivo en los caminos.

©Julie Sopetrán

TÓRTOLA EN VUELO

Nuestros brazos bien podrían ser alas…

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Cuando veo pasar a la tórtola en vuelo, lo pienso y me digo: quién tuviera alas para sentir la sensación del aire en mi cuerpo revestido de plumas y volar los espacios desdoblando en las alas el sentido del tiempo. Reconozco que prefiero el aire al agua, percibir esa libertad transitoria de la gravitación remontando las nubes. Sentir esa fuerza sobrenatural de mantenerse flotando en el aire, guardar el equilibrio sin caerse y avanzar y controlar la exhalación del movimiento. Trascender es conocer lo que está oculto y la tórtola conoce su objetivo y sabe que más allá hay un árbol o un castillo en ruinas, o un monte donde podrá descansar de su vuelo. Imagino el trayecto y me veo mirando hacia abajo para ver cómo crecen los trigos, cómo se dinamiza el paisaje con sus transformaciones y cambios de colores y no, no tiene que ser lo mismo sobrevolar la cresta de una montaña, que el ordenado encanto de un jardín… Muchas veces he soñado que volaba, pero los sueños, sueños son, que diría Calderón de la Barca, y nada tiene que ver con esta realidad del imposible vuelo humano… Aunque pienso que, nuestros brazos bien podrían ser alas. Si digo que me encanta volar, es por las muchas veces que he cruzado el mar en avión, pero ese aspecto espacial del  vuelo, no es el mismo, en avión te llevan, la tórtola se eleva ella misma desde su propio ser. Yo no puedo hacerlo. Tan sólo mi pensamiento vuela desde ese otro nivel del espíritu, pero ese es otro tema y sería importante crecer, ser un caballo como Pegaso o estilizarse y menguar como una mariposa, para poder volar de otra manera…

©Julie Sopetrán

EL PERFIL DEL ORIGEN

El desarrollo de la flor sustenta la esperanza.

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EL PERFIL DEL ORIGEN 

Entre la variedad de árboles que me rodean, el primero en florecer es el almendro, se atreve a desafiar al frío, incluso se expone al hielo, por lo tanto a la muerte. Es por ello que me conmueve su ternura, su espontaneidad, su belleza asentada en esa bondad del primer atisbo de la primavera. Lo efímero, lo breve, lo fugaz, se me antoja en la flor que apenas al tocarla se deshoja.  Y en esa dulzura de lo momentáneo existe como una semiverdad  ancestral, algo que me transciende y se materializa en el instante. ¿Y cómo definir adecuadamente este milagro?  Podría decir que esta flor es lo que los griegos llamarían: «divinidad alegórica», no sólo por su estética, también por su floración que me produce Concordia, Alegría, Felicidad…   La esencia y la forma de la flor, su fugacidad, su belleza, me fascina, cinco pétalos tan frágiles entregados al capricho del viento, al azote de la lluvia, al beso del hielo o a mis torpes manos al tocarla…  Y sin embargo, cuánta belleza en un sólo almendro… Miles de flores, algunas apiñadas otras solas, sonrientes en esa transformación de sus brotes.    Es en ese instante, cuando la belleza se completa en la mirada y en el corazón reaparece el entusiasmo. 

©Julie Sopetrán

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