PAISAJE DE OTOÑO

Los labradores bordan

la tierra en el otoño

suavizan con la reja

la sed de las alberas

y enmarcan los relieves

marrones del ocaso.

La suavidad del aire

desmenuza los surcos

y amanece la escarcha

en los granos de trigo

que cayeron al borde

de muchas soledades…

Los labradores queman

la paja del pasado

pavesas que al mirarlas

revuelan la memoria

son rescoldos sin humo

sin crepitar de llamas

sin chispa que salpique

los pasos del camino.

El labrador ordena

los surcos uno a uno

versifica en la tierra

su poema  profundo

y abriga entre sus brazos

la luz de la mañana.

Las aves van pisando

la removida tierra

y no quiero espantarlas

porque están en su campo.

El labrador no sabe

que yo lo estoy mirando.

La tierra me sonríe

desde el fondo del alma.

©Julie Sopetrán

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HOJAS DE OTOÑO

…el árbol no da sombra sin las hojas.

Hojas de Otoño

La fruta ha madurado, las hojas se caen… es Otoño. No encuentro palabras que expresen la emoción que me inspira el paisaje. Son los chopos repartiendo sus corazones de oro pulido al sol, cubriendo la tierra a manos llenas. La chopera, siendo pequeña, hoy se agranda ante mis ojos. Las hojas me atraen, me hablan, me sugieren mundos multiformes, páginas en blanco por escribir, mundos multicolores, que un día lloraban con la lluvia y otros reían con los atardeceres. Hojas tan frágiles que volaban como pájaros, iban y venían entre las ramas movidas por el viento, todas antes o después, caen en silencio a la tierra. Son abanicos vivientes y el árbol no da sombra sin las hojas… Y vino el Otoño a pintarlas. Una amiga japonesa, de mis años de estudiante, me decía que la parte frontal de las hojas, es masculina y la opuesta, femenina.  Hoy las miro y sí, me parecen humanas, masa, gente que se abraza, que se refugia en su propio destino, huyendo de los fríos y de la soledad. Las hojas se acompañan unas con otras, se reúnen, hablan, juegan dominadas por brisas o vientos fuertes, pero también acariciadas por un sol dulce y sonriente.  Todo pasa en silencio bajo un piar de pájaro. No se quejan cuando las pisamos. Mueren bajo los zapatos de la prisa. Su sangre es verde. Fueron amadas por el sol y la lluvia, sus clorofilas, sus factorías de glucosa, sus terciopelos, sus esencias, sus venas, su misterio, su belleza, todo en ellas es vida. Y cuántas historias y cuántas variedades de hojas… Muchas, cubren el techo de familias pobres, otras visten a los que llamamos salvajes, y recuerdo aquella de la que me hablaban, que fue la primera franela de Adán y Eva. O la que sirve para elaborar medicinas o la del tabaco que nos enferma… Dos mil años atrás con las hojas se creaban antorchas mezcladas con cera. Recuerdo cuando era niña, que mi padre recogía las hojas amarillas de los olmos, para dar de comer a los cerdos.  Las hojas sirven para calentar, son fuego. También son vivienda para las mariposas, las hormigas, los insectos… Las larvas, las arañas, construyen sus moradas de hoja en hoja y los pájaros las utilizan para construir sus nidos. Celebramos hoy la nochevieja de las hojas en otoño. Su año nuevo comienza en primavera. Las hojas me enseñan a vivir y a morir. Son protoplasmas vivos con que se hace la célula. Hoy esa unidad, para mi, es belleza de inmortalidad. Dostoievski decía que cada hoja es un mundo, y «amar a cada hoja, es amar a cada rayo de la luz de Dios».

©Julie Sopetrán

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