Hace unos días, visité uno de los pueblos, casi ya deshabitados de la tierra. En la solana de una de las casas, dos hombres sentados en un banco, tomaban el sol. Sentí la espontaneidad de su sonrisa y comencé a hablar con ellos. Les pedí permiso para hacerles esta foto y fue entonces que a la sonrisa de uno de ellos, le creció un gesto de ironía… Sin prisa, conversaron conmigo. Hablamos de las labores de la tierra; de su jubilación: de cómo regaban sus huertos; de la procedencia de sus perros; de la soledad; de lo que hacían sus hijos en la ciudad; de los siete vecinos que quedaban en el pueblo; de la tristeza de las casas cerradas; de la Iglesia vacía, Don Sebastián, el sacerdote, decía Misa una vez al mes; hablamos de las escuelas sin niños; de los lugares olvidados; de las fuentes; de las cañadas; del último mayo, (un chopo), que pusieron los mozos en la plaza del pueblo, cuando había jóvenes. También me hablaron de los pastores, sólo quedaba uno. Con sus manos abiertas, reposadas una sobre la otra, expresaban el momento al que habíamos llegado… Ese momento de dejarse envolver por el dios sol. El descanso les embriagaba, la llegada de alguna intrusa, como yo, les divertía… Y así contemplaban el mundo desde sus propias noticias sin difusión y en olvido; sentí que el sol les quemaba, pero a la vez, les protegía con su manta de siglos.