El arado no tiene paquete que lo enfarde
fue espada permanente y pincel de diseños;
enmarcó las ciudades de Roma y de los sueños
y pintó en la mirada los surcos de la tarde.
Oxidado, sin alma, nadie que lo resguarde
sus hierros están sucios, sus estevas son leños;
olvidadas sus huellas que ayer fueron empeños
se deja morir solo, no hay nadie que lo guarde.
Recuerdo es aquel brillo de su reja a lo largo
de aquellos surcos rectos calados a medida,
donde el hombre dejaba escrita la belleza.
Porque somos nosotros la faz de su letargo
le hemos dado la muerte sabiendo que fue vida.
Somos la mano dura de la naturaleza.
©Julie Sopetrán