EL ARADO

El arado no tiene paquete que lo enfarde
fue espada permanente y pincel de  diseños;
enmarcó las ciudades de Roma y de los sueños
y pintó en la mirada los surcos de la tarde.

Oxidado, sin alma, nadie que lo resguarde
sus hierros están sucios, sus estevas son leños;
olvidadas sus huellas que ayer fueron empeños
se deja morir solo, no hay nadie que lo guarde.

Recuerdo es aquel brillo de su reja a lo largo
de aquellos surcos rectos calados a medida,
donde el hombre dejaba escrita la belleza.

Porque somos nosotros la faz de su letargo
le hemos dado la muerte sabiendo que fue vida.
Somos la mano dura de la naturaleza.

©Julie Sopetrán

UNA SILLA EN EL CAMPO

Una reliquia surgida en el barbecho…

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         Una reliquia surgida en el barbecho…

 

Caminando por el campo que labró mi padre. Encontré al aire libre, una silla vieja, maltratada por la lluvia y el viento. La reconocí. Esa silla fue elaborada por las manos de mi padre, la hizo para sentarse y ver cómo llegaba el agua a los chopos que había plantado. Mientras se regaba su chopera, él sentado en esa silla, meditaba, rezaba, observaba la naturaleza, descansaba de su duro trabajo campesino… Me emocioné al verla. ¿Cómo estaba allí? Han pasado veinte años que murió. La recogí y la llevé hasta el viejo palomar, donde él guardaba algunas herramientas; la coloqué junto a la pared y me quedé contemplando el recuerdo de aquellos días de labranza, ya tan lejanos de la realidad.  Mi padre, -como aquel egipcio, creador de la primera silla- la elaboró con un trozo de madera, le dio forma y la recompuso con los hierros de una cama vieja, como hizo  Darwin. Finalizó las cuatro patas metálicas, uniendo todo ello a un respaldo.  Hoy después de veinte años… La silla es la reliquia surgida en el barbecho, como si fuera un árbol que todavía quiere dar fruto. Al encontrarme con la silla, veo a mi padre sentado en ella y contemplo el paisaje con los chopos ya secos.

©Julie Sopetrán